La soledad

La soledad es quedarse sin reflejo en el espejo.

La soledad no viene desde afuera, nos habita, pero no está dada por la ausencia de compañía, sino, más bien, por una cierta orfandad de cariño alojada en el pozo más profundo del alma; es posible sentir su agobio aun en medio de una multitud.

Es ser objeto de la indiferencia, absorber rechazos a borbotones y guardarlos dentro, sentirlos en bucle una y otra vez. Se nutre de desencantos.

Es perplejidad, es no encontrar respuestas, es no entender los porqués de las garras afiladas, hirientes y gratuitas, es levantar muros para confinar corazones rotos. Tras esas defensas nace la soledad, que no siempre es mala compañía. En ocasiones es amable; con ella se puede dialogar.

Es mirar desde el otro lado de un despeñadero insondable, reunir un hatajo de ilusiones, saltarlo y chocar contra sonrisas rotas, forzadas, cosidas a rostros de metal. Es perder el deseo de pertenecer y renovar las ansias de pertenecerse, es aislarse, es dejar de sentir interés; la empatía es un camino de doble vía.

Es sentir como la caricia de una pluma lacera la piel, es llegar a no soportar el calor humano. Es preferirla a ella y solo a ella, por sobre todo lo demás.

Es quedarse sin reflejo en el espejo.

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