Frankenstein, hijo ilustre del cambio climático.

 

En el verano de 1816 la escritora Mary Shelley viajó a Suiza con su esposo, el poeta Percy B. Shelley, a pasar sus vacaciones junto a varios colegas en una mansión a orillas del lago Leman. Huían del clima londinense, muy frio, sombrío y lluvioso, con un sol que no calentaba, totalmente atípico para la estación. Pero al llegar a la Villa Diodati no encontraron mejor tiempo. Ese clima fuera de lo normal trajo consigo nevadas a Nueva Inglaterra y Roma y lluvias heladas a Europa. Las bajas temperaturas confinaron al grupo en la mansión y para salir de su aburrimiento se retaron a escribir historias de terror. La joven escritora, quien para ese entonces contaba con tan solo 18 años de edad, concibió a Frankenstein bajo la influencia de un clima sobrecogedor, gris y tormentoso, causado por una anomalía climática conocida como invierno volcánico.

El año anterior Indonesia había sufrido la erupción del volcán Tambora, que arrojó inmensas cantidades de ceniza y polvo a la atmósfera que recorrieron el planeta durante meses. Las partículas más finas y, por ende, las más ligeras alcanzaron la estratósfera, desde donde pudieron esparcirse por todo el globo con mayor facilidad. Una vez allí, formaron una especie de escudo que bloqueó el paso de los rayos solares. La temperatura de la Tierra disminuyó en promedio 3º Celsius, las cosechas se perdieron por el frío o debido a la falta de luz solar, los alimentos escasearon y como consecuencia subieron muchísimo de precio. Hubo hambre. Hubo frío.

Tres décadas antes, un evento similar tuvo lugar en Islandia. El 8 de junio de 1783 el volcán Laki apareció en escena con una explosión colosal, cuya columna eruptiva alcanzó la increíble altura de 1.400 metros, y durante ocho meses expulsó a la atmósfera 14 Km3 de lava basáltica.

Eventos que definen el clima en la Tierra

El clima de la Tierra está asociado a diferentes eventos naturales, entre los que podemos encontrar los inviernos climáticos antes mencionados, los ciclos orbitales y las variaciones en la inclinación del eje de la Tierra. Los cambios climáticos ocasionados por estos incidentes han cincelado la superficie terrestre y determinado la existencia de plantas y animales en diferentes regiones del orbe; han marcado la vida y el desarrollo del ser humano desde siempre. Veamos cómo:

Los ciclos orbitales tienen lugar cada 100.000 años y ocurren como consecuencia de las variaciones de la forma de la órbita terrestre, durante su recorrido anual alrededor del Sol. En ocasiones esta órbita es más elíptica, alejándose del astro rey y entonces el clima es más frío, mientras que otras veces es más circular, más cercana al Sol, con el resultado de climas mucho más calurosos. La última vez que esto ocurrió fue 17000 años A.C., poniendo fin a la última Edad de Hielo.

Las variaciones en la inclinación del eje de la Tierra también afectan el delicado equilibrio climático. Hacia el año 6200 A.C. esta cambió, dejando el hemisferio norte más expuesto a los rayos del Sol, y, por ende, la cantidad de calor que recibía esa parte del globo se incrementó. Esto tuvo consecuencias diametralmente opuestas en diferentes lugares del planeta.

En Norteamérica, por ejemplo, se había formado un lago enorme, de unos 440.000 Km2, conocido como Lago Agassiz, nombrado así en honor al geólogo suizo Louis Agassiz, quien postuló que su origen se encontraba en la acumulación del agua de los glaciares. Sus paredes estaban formadas por gruesas murallas de hielo, últimos vestigios del período glaciar.  El aumento de calor las derritió y entonces un inmenso caudal de agua helada se vertió al Atlántico, tanta que fue capaz de bajar la temperatura de los océanos y anular el efecto cálido de la corriente del golfo, esa bomba de calor que calienta Europa entrando por el Atlántico norte. El nivel del mar se elevó 120 metros, reclamando vastas extensiones de terrenos fértiles, donde se encontraban los primeros asentamientos humanos. El clima se volvió frío, hubo sequías, las cosechas se arruinaron y el hombre perdió su sustento y se vio obligado a desplazarse en busca de mejores condiciones de vida, convirtiéndose esos grupos en los primeros refugiados climáticos.

Antiguo Lago Agassiz

Al mismo tiempo, del otro lado del Atlántico, el calentamiento de la superficie de la tierra atrajo desde el mar un viento muy peculiar, conocido como el monzón, un fenómeno climatológico estacional durante el cual el viento fluye de partes frías a otras más cálidas, arrastrando consigo la humedad que produce precipitaciones. Por esas fechas el desierto del Sahara bullía de vida, era una sabana fértil poblada por abundantes animales de todo tipo, antílopes, leones, jirafas y elefantes pastaban en llanuras cubiertas de vegetación, regada por ríos caudalosos. Todo un jardín del Edén, hasta que nuevamente varió la inclinación del eje de la Tierra, los rayos del Sol dejaron de calentar la zona, cesó el monzón, el suelo se volvió seco y árido y la vegetación feneció. 

El último cambio de la inclinación del eje de la Tierra, fenómeno que ocurre cada 40.000 años, tuvo lugar alrededor del año 3500 A.C. y trajo como consecuencia que dejara de llover en muchas regiones subtropicales. Así se formaron los grandes desiertos que conocemos hoy: el Tkclamakán en Asia Central, el centro rojo de Australia y el Namib y el Kalahari en África del sur. El clima le concedió entonces una tregua al hombre: el calor del sol derritió paulatinamente las capas de hielo del Ártico y el Antártico, los océanos se calentaron y la corriente del golfo circuló otra vez. Las altas temperaturas también provocaron la evaporación y saturaron la atmósfera de humedad, lo que, a su vez, dio lugar a lluvias regulares que produjeron el crecimiento de las plantas y el aumento de la biodiversidad. Aparecieron bosques en Europa y Norteamérica y las regiones subtropicales fueron bendecidas con el surgimiento de selvas ricas en las proximidades del ecuador. Llegaron nuevas especies de animales a poblar las fértiles llanuras. Esta fue la última variación significativa hacia el clima tal como lo conocemos hoy en día.

 Y el hombre se asentó, practicó la agricultura de cereales, aprendió a sacar provecho de la regularidad de las lluvias y crio ganado. La vida nómada perdió sentido y nacieron las aldeas, donde el ser humano inventó herramientas, desarrolló la alfarería, aprendió a moldear los metales y a trabajar en telares. Esas primeras aldeas evolucionaron hasta convertirse en ciudades y la sociedad conoció el progreso y todo esto gracias a un clima estable y regular.

El hombre siempre ha estado a merced del clima. Su progreso, sus avances, sus mayores logros han ocurrido durante períodos de climas benévolos, que garantizan el sustento, cuya regularidad resulta indispensable para el aprovechamiento de los recursos naturales, como el agua de lluvia para regar campos de cultivo, por ejemplo. Una benévola rutina de estabilidad.

El Antropoceno

Decíamos que “el hombre siempre ha estado a merced del clima”, pero, ¿es eso cierto?, ¿siempre?, pues ya no más, fue verdad hasta la revolución industrial, cuando la sociedad pasó de una economía rural a una industrializada y mecanizada. El progreso ha traído un gran bienestar al ser humano, pero a un alto precio, como se determinaría siglos después. La introducción de nuevas tecnologías, concretamente de la máquina de vapor que trabajaba con carbón, marcó el inicio de una era durante la cual el hombre no ha dejado de saturar la atmósfera de gases de efecto invernadero.

Chimeneas expulsando gases de efecto invernadero a la atmósfera

La piedra angular del desarrollo del ser humano desde entonces ha sido el uso de combustibles fósiles, tales como carbón, gasoil, gasolina y todos han dejado su impronta en la atmósfera: la presencia de Dióxido de Carbono (CO2), responsable del efecto invernadero, el cual altera el clima al empujar hacia arriba los termómetros a nivel mundial. La ONU ha cifrado sus esperanzas en impedir el aumento de temperaturas por encima de 1,5 º este siglo, pero advierte que, de no tomarse los correctivos necesarios, podemos esperar un incremento de temperaturas de más de 3º, lo cual tendría efectos devastadores. Según datos de la NASA, la temperatura en 2019 fue más elevada que la media de los años 1980-2015 y fue la década más calurosa desde 1880. Este calor excesivo es el causante del derretimiento del hielo marítimo, de los casquetes polares, de los glaciares de montaña y de la cubierta de nieve.

Esta infografía muestra la desviación de la temperatura media de la Tierra en relación al periodo 1980-2015.

Gran parte de la comunidad científica concuerda en el hecho de que el clima de la Tierra ha entrado en una nueva era determinada por el hombre, tan es así que la ha denominado Antropoceno o la Edad de los Humanos, queriendo con este término significar el tremendo impacto que ha tenido la actividad humana en los ecosistemas de la Tierra a nivel global.

Aunque se ha logrado cierto nivel de consenso en torno al papel que juega el hombre en el cambio climático, lo cierto es que estas afirmaciones también cuentan con detractores o negacionistas. La industria energética invierte año tras año millones de dólares para defender sus intereses con la ayuda de grupos políticos de presión, quienes se encargan, principalmente, de controlar, retrasar o impedir la aprobación de leyes climáticas de obligatorio cumplimiento. Estos grupos, que han logrado sembrar duda y confusión en algunos sectores de la sociedad, sostienen que el clima depende enteramente de eventos naturales como los descritos en párrafos anteriores y que, por ende, no está al alcance de la humanidad frenarlos. Sin embargo, nuevos estudios demuestran que esto no es cierto y, lo que es más, que las emanaciones de CO2 a la atmósfera empezaron mucho antes de lo que se pensaba y se han venido acumulando desde entonces.

Según la profesora Nerilie Abram, paleoclimatóloga de la Escuela de Investigación de Ciencias de la Tierra de la Universidad Nacional de Australia y el Centro ARC de Excelencia para la Ciencia del Sistema Climático de la UNA, desde principios de la revolución industrial el hombre ha liberado en la atmósfera cantidades importantes de CO2, época que corresponde al siglo XIX, un siglo antes de lo que se pensaba. Este estudio, que contó con la participación de 25 científicos de Australia, Estados Unidos, Europa y Asia, empleó modelos matemáticos para analizar miles de años de simulaciones y así lograron determinar que los primeros índices de calentamiento global están asociados a los niveles crecientes de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La investigación, publicada en la revista ‘Nature‘, arrojó como resultado que los gases de efecto invernadero empezaron a acumularse en la atmósfera desde 1830, durante el siglo XIX y no como se pensaba, a partir del siglo XX. Por otra parte, los investigadores estudiaron la mayoría de las erupciones volcánicas a principios del siglo XIX y concluyeron que eran solo un factor de menor importancia en el inicio temprano del calentamiento climático y que, por ende, a pesar de lo impactantes que sean sus espectáculos piroplásticos, no pueden eclipsar la influencia del ser humano en el clima de este período.

Todo tiene consecuencias

El hombre ha asumido con el clima el papel del doctor Víctor Frankenstein, el científico que creó una criatura descomunal uniendo partes de diferentes cadáveres que, a pesar de contar con todos los elementos fisiológicos para vivir, no se comportaba como un ser humano sino como un monstruo cruel. La mano del hombre ha introducido en la atmósfera enormes cantidades de CO2, modificando los patrones climáticos y como resultado ahora tenemos lluvias que en vez aportar beneficios en el riego de las cosechas y calmar la sed de los animales causan inundaciones y destrucción a su paso, inviernos que no llegan, nevadas en primavera que afectan la floración y consecuente producción de frutos, calor que lejos de significar un aporte necesario para hacer florecer las plantas, las achicharra en olas de fuego de proporciones épicas, ciclones cada vez más fuertes y frecuentes, sequías, deshielos con el consecuente aumento del nivel del mar, y así, de más en más.

La humanidad le está dando largas a un problema que no las tiene y pretende enfrentarlo con tibias iniciativas, metas a largo plazo que no se apura a cumplir, reuniones y cumbres climáticas que parecieran servir más como plataformas de promoción para “influencers” que como vehículos para resolver el problema, donde los científicos, al ser menos mediáticos, son relegados al anonimato, mientras los famosos hacen su aparición ante las cámaras y los micrófonos entre fanfarrias y bambalinas, en escenarios bien orquestados para ellos y su beneficio personal. Aparecen personajes tan surrealistas que parecieran haber sido creados para restarle gravedad al asunto, como distracción del verdadero dilema que enfrentamos.           

Volvamos por un momento a 1783, cuando la erupción del volcán Laki abrió la tierra y escupió lava a través de una fisura volcánica de 130 cráteres, arrojó a la atmósfera 8 millones de toneladas de fluoruro de hidrógeno y 120 millones de dióxido de azufre que acabaron con la vida del 20% de la población del país y 6 millones de personas en todo el mundo posteriormente, debido al hambre y las enfermedades originadas por la pérdida de las cosechas. Muchos historiadores coinciden en marcar estos eventos como detonantes de la revolución francesa. El hambre producida por la escasez de alimentos, debida a su vez a la merma de las cosechas que impulsó el alza de sus precios, movió al pueblo francés a revelarse contra el rey y a acabar con la monarquía. Los líderes mundiales, quienes tienen en sus manos tomar medidas que reviertan el cambio climático, deberían estar atentos a un dato, a un detalle: en la época de la revolución francesa poblaban el mundo 1.100 millones de personas, la población actual sobrepasa los 7.500 millones.

Es un buen momento para escuchar a los científicos.

            Otro de los acompañantes de Mary Shelley en aquellas célebres vacaciones de verano fue el poeta Lord Byron, quien, visiblemente perturbado por el clima lúgubre de aquellos días, escribió el poema “Oscuridad”.

“Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.
El brillante Sol se apagaba, y los astros
Vagaban diluyéndose en el espacio eterno,
Sin rayos, sin senderos, y la helada tierra
Oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;
La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
De esta desolación; y todos los corazones
Se helaron en una plegaria egoísta por luz;
Y vivieron junto a hogueras –y los tronos,
Los palacios de los reyes coronados-las chozas,
Los hogares de todas las cosas que habitaban,
Fueron quemadas en las fogatas; las ciudades se consumieron,
Y los hombres se reunieron en torno
A sus ardientes refugios
Para verse nuevamente las caras unos a otros…”




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