24

        Marta, de pie en el pasillo, miraba los números grises dispuestos verticalmente en el lado izquierdo de la puerta, muy acordes con la línea moderna de la decoración del hotel. Le recordaban la peor de sus pesadillas, vivida apenas horas antes.

        —Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo —soltó de corrido con los ojos vidriosos al policía que la acababa de escoltar hasta allí desde su habitación.

        —Lamento tener que pedirle esto, señorita, pero necesitamos que nos ayude a aclarar qué pasó aquí anoche —comentó el policía, conminándola a entrar.

        Marta asintió y cruzó resignada el umbral hacia sus confusos recuerdos de la noche previa. Un cúmulo de momentos alocados y frenéticos la asaltó de golpe, brotaban desde su memoria escenas sin orden ni concierto, alteradas por los efectos de un sospechoso cóctel con el que la obsequiaron al llegar. El desorden del lugar se compaginaba con el de sus pensamientos. La estancia parecía haber sido azotada por la furia de un huracán: muebles volcados, botellas en el suelo, el cristal de la mesita de centro cubierto de un polvo blanco y fino como el talco y una mancha azul en la alfombra que encendió una chispa en sus recuerdos.

        Todo lucía tan diferente a como ella lo vio por primera vez, cuando bajó del ascensor en la planta 48 y corrió por el pasillo buscando con urgencia su habitación, porque necesitaba usar el aseo. Afortunadamente, encontró la puerta abierta invitándola a entrar, no tuvo que perder ni un segundo usando la llave magnética, y el carro de la limpieza que estaba aparcado a un lado no le bloqueaba el paso. Le bastaron pocas zancadas para llegar al cuarto de baño. La camarera de piso no la vio, estaba en la habitación contigua dejando toallas limpias, y al terminar su trabajo cerró las puertas de ambas habitaciones y se retiró.

        Marta había llegado a Barcelona procedente de París en un vuelo de pesadilla que había salido con dos horas de retraso debido al mal tiempo. Viajaba en representación de la empresa para la que trabajaba, quienes la habían enviado a ultimar los detalles para su participación en el Mobile World Congress. Al día siguiente asistiría a primera hora a recibir el stand que les había sido asignado y, a partir de ese momento, su trabajo consistiría en esperar al resto del equipo para acondicionarlo.

        A pesar de que disponía de algo de tiempo libre para ella, el manto gris y la llovizna pertinaz que habían engullido la ciudad la disuadieron de salir. Decidió darse un baño relajante en la bañera, pedir servicio a la habitación y acostarse temprano. Deshizo la maleta, eligió su atuendo para el día siguiente y lo dejó doblada en una silla. Tomó su estuche de maquillaje y un chándal y fue a sumergirse en el agua tibia, a la que añadió una generosa cantidad de gel espumoso cuando abrió la llave, para que el agua al salir creara las burbujas. Completó el ritual de relajación con su móvil, los auriculares y su lista actualizada de Spotify. La temperatura del agua, cálida como un abrazo, la música suave, seleccionada para la ocasión, la toalla doblada en el borde de la bañera para recostar la cabeza y el cansancio y la tensión acumulados crearon una atmósfera perfecta para la relajación: fue cerrar los ojos y quedarse dormida.  

        Sin embargo, su plácido mundo onírico empezó a convulsionar poco después. En él apareció alguien que discutía con ella, que le reprochaba algo con insistencia. Su sorpresa fue mayúscula cuando, aún desorientada por los efectos del sueño, abrió los ojos y vio, de pie frente a ella, a un hombre joven gesticulando airadamente con los brazos. Sentía que era parte de una película muda hasta que se quitó los auriculares y el sonido entró en escena, una bastante surrealista, por cierto, en la que ella estaba desnuda, sumergida hasta el cuello en la bañera, recibiendo un reclamo furioso de un perfecto extraño. Reprimió su primer impulso -saltar fuera del agua- y lo enfrentó desde la escasa protección que le ofrecía su esponjosa trinchera.

        —¡Salga de aquí inmediatamente o grito!

        —Pero, ¿es que no me escucha? La que tiene que salir ahora mismo de aquí es usted: esta es mi habitación.

        —Que salga, le digo –insistió ella alzando bastante la voz.

        —La que tiene que irse es usted. ¿A eso se dedica? A colarse en las habitaciones y prepararse para recibir a los clientes, o es un servicio extra del hotel, porque si se trata de eso le advierto que yo no lo he pedido.

        Marta, que había superado la impresión inicial y recuperado la compostura, le hizo una sugerencia racional.

        —Aquí debe haber un malentendido, señor, esta es mi habitación. Llegué al hotel hace unas dos horas, me registré en recepción y me dieron mi llave. Hagamos algo, déjeme salir y vestirme y arreglemos este asunto como personas civilizadas, ¿le parece?

        —Pero es que no hay nada que arreglar, usted sale de aquí inmediatamente por las buenas o llamo a seguridad.

        —Es que no puedo salir del agua mientras usted esté aquí. Vamos, deme un momento, déjeme vestirme, ya salgo, por Dios. Ah, y permítame aclararle que no soy ningún servicio extra del hotel.

        El hombre, que debía ser de su edad, aceptó la sugerencia de Marta y abandonó el cuarto de baño, no sin antes apremiarla una vez más.

        —Está bien, me iré para que pueda vestirse. La espero afuera, pero no se tarde.

        Marta abandonó la bañera, se secó a toda prisa y se vistió lo más rápido que le permitieron sus nervios, mientras una serie de preguntas se atropellaba en su mente.

        «Pero, ¿qué coño está pasando aquí?, y ese hombre, ¿de dónde ha salido?, ¿qué hace en mi habitación?, ¿por qué dice que es suya?, ¿y cómo entró, si yo tengo la llave?», preguntas que se repetían en bucle mientras caminaba al dormitorio, tomaba su bolso de la cama -al que echó una ojeada rápida para verificar su contenido- y la llave magnética de la mesilla, misma que esgrimió como quien empuña una espada en un duelo al llegar al saloncito donde la esperaba aquel hombre tan desagradable.

        —Bien, señor, mire, aquí está mi llave: habitación 25.

        —Entonces la suya es la habitación 25, ¿no? —preguntó con sorna.

        —Así es —recalcó alzando la llave como prueba irrefutable de su derecho a estar allí.

        —Pues le tengo noticias: esta es la habitación 24, la mía, y le exijo que la abandone inmediatamente; estoy esperando compañía.

        Su cerebro rebobinó sus recuerdos como una vieja cámara de carrete. Se vio a sí misma salir del ascensor en la planta 48, correr por el pasillo con su maleta, llegar a la habitación que tenía la puerta abierta y…ahí se detuvo. Cayó en cuenta de que, en realidad, no había visto el número de la habitación, ni tampoco había abierto la puerta con su llave, esta estaba abierta, tan solo dejó la maleta y fue directamente al cuarto de baño. Cuando salió tampoco pudo verlo, porque la camarera había cerrado la puerta al terminar su trabajo. Además, no se asomó a comprobar el número en la puertaporque asumió que era el 25.

        —¿Esta es la habitación 24?

        —Sí, es la habitación 24, y le exijo que se marche inmediatamente.

        —Pues le pido mil disculpas, señor, fue un error de mi parte. Verá, cuando llegué la puerta estaba abierta y…

        —No me importan sus excusas, márchese de una buena vez.

        —Está bien, está bien, ya me voy, déjeme recoger mis cosas, lo siento.

        Regresó al dormitorio más contrariada que apenada. Reconocía que había sido una torpeza por su parte instalarse en la habitación como lo había hecho y la situación era bastante incómoda, pero creía que no había necesidad de ser grosero. «Cualquiera puede cometer un error», pensaba mientras hacía el equipaje otra vez. Echó una última ojeada para asegurarse de no dejar nada atrás y salió.

        De camino al saloncito escuchó al hombre hablar con alguien, y al llegar lo vio guardarse el móvil en el bolsillo. Siguió de largo hacia la puerta, pero antes de alcanzarla escuchó una voz a sus espaldas.

        —Espere un momento, por favor, creo que le debo una disculpa.

        —¿Cree?, ¿solo lo cree? –preguntó ella alzando la voz—. Bueno, al menos estamos de acuerdo en algo.

        —Por favor, le pido que me perdone, no he debido alterarme así, la traté muy mal y lo siento, pero es que he pasado un día de perros.

        —Sí, vale, disculpa aceptada. Adiós. —Él se acercó con la mano extendida y se presentó.

        —Miguel García, señorita —ella lo dudó un momento, desconcertada por su cambio de actitud, pero finalmente estrechó su mano y le dijo su nombre.

        —Marta Carbonell, encantada, y hasta luego.

        Al salir al corredor comprobó una vez más que el hombre decía la verdad. Ante sus ojos vio dos números grises, un dos y un cuatro, que, con la infalibilidad acostumbrada de los dígitos, no dejaban lugar a dudas: había cometido un error.

        Su habitación estaba a pocos metros de distancia. Desde el mismo instante en que entró a ella decidió sacar el incidente de su sistema con la ayuda del mini bar y una cena suculenta. Mientras esperaba el servicio de habitación y apuraba una botellita de limoncello se tomó un momento para repasar a Miguel. Admitió que era un hombre bastante atractivo, «lástima que tenga tan mal genio, y esos cambios de humor, es como el doctor Jekyll y míster Hyde, cambia de encantador a patán en segundos» pensó.

        Después de comer y disfrutar de un Rioja estupendo se sintió mucho mejor. Se disponía a meterse a la cama cuando llamaron a la puerta. «¿Y ahora qué?» pensaba mientras iba a abrir. Se asomó por la mirilla con cautela y, para su sorpresa, descubrió que era Miguel quien tocaba. No sabía qué hacer, pensó en ignorarlo, pero la asaltó el temor de haber olvidado algo en la habitación 24. Abrió con cautela.

        —Hola, vecino, ¿qué se te ofrece?

        —¿Ya cenaste?

        —Sí, ya cené, acabo de terminar y estaba a punto de irme a la cama, así que, si no te importa, esta vez seré yo quien te pida que te retires.

        —Golpe bajo, Marta, pero merecido: me porté como un patán hace un rato y me siento mal por ello, por eso quiero invitarte a tomar algo para hacer las paces.

        —No es necesario, Miguel, ya olvidé lo ocurrido, de veras, sin rencores. Además, no te conozco lo suficiente como para…—él la interrumpió.

        —No, Marta, por favor, no pienses nada malo, esta es una invitación inocente. Además, no estaremos solos, estoy con unos amigos y, no sé, pensé que a lo mejor te apetecería conversar y tomarte una copa con nosotros. Pediremos algo para picar y podríamos empezar de nuevo, con buen pie esta vez. ¿Qué me dices?, ¿te animas? —remató con una sonrisa que derribó las barreras que su desconfianza había levantado.

        —Vale, Miguel, en un momento voy, pero no podré quedarme mucho, porque mañana tengo que madrugar. Déjame cambiarme de ropa y me acerco.

        —Te espero entonces.

        Se arregló y salió a visitar a su vecino, agradeciendo por lo bajo esa segunda oportunidad de conocer a aquel hombre tan atractivo. Sí, era un poco raro, pero no estarían solos. Entonces, ¿qué podía pasar? Mientras avanzaba por el corredor hacia la habitación de Miguel empezó a escuchar música y voces. Tocó a la puerta y un momento después estaba estrechando las manos de una chica, Ana, y de un chico, Sergio, quien le entregó una copa repleta hasta el borde de un líquido espeso, deliciosamente dulce y de un sospechoso color azul.

        Un detective se acercó a ella y el policía que la había escoltado hacia la habitación 24 desapareció discretamente.

        —Buenos días, soy el inspector Rivas. Encantado —añadió mientras le tendía la mano.

        —Soy Marta Carbonell y no sé cómo podría ayudarles.

        —Verá, las cámaras de seguridad registraron que usted vino a esta habitación dos veces ayer. La primera fue a las cinco. Después de registrarse subió, pero no fue a su habitación, sino que entró en esta y se quedó unas dos horas. Luego se fue a su habitación, pero regresó aquí a las ocho y se retiró media hora más tarde. ¿Cuál era su relación con el occiso?

        —¿Cuál occiso?, yo solo vine a tomar una copa con Miguel.

        El inspector consultó sus notas antes de continuar.

        —Miguel García, sí, él se registró ayer con ese nombre, aunque no hemos podido encontrar su billetera. —¿Se siente usted bien? La veo muy pálida.

        —Es que tengo un terrible dolor de cabeza, pero no se preocupe, usted me hablaba de un occiso, ¿Miguel está…?

        —Muerto, sí, eso me temo. ¿Qué pasó aquí anoche, señorita Carbonell?

        —No estoy segura, verá, bebí un cóctel raro, y había música, y charlamos, pero todo es bastante confuso.

        La pregunta del inspector la ayudó a poner en orden el recuerdo de los eventos ocurridos el día anterior, después de llegar a la habitación 24 por segunda vez. El coctel estaba delicioso y se lo bebió de prisa. La conversación era amena. En algún momento alcanzó a oír que otra chica, una tal Silvia, se perdería la diversión. Desechó el comentario sin darle mayor importancia.  El coctel estaba delicioso y se lo bebió de prisa. Ana y Sergio desaparecieron de su campo de visión y poco tiempo después empezó a escuchar risas procedentes del dormitorio. Vació su copa e inmediatamente su anfitrión la rellenó. Luego atenuó las luces y se sentó a su lado, pero, a pesar de estar tan cerca, a ella le costaba entender lo que le decía, escuchaba su voz sumergida en un eco pastoso.

        Vio dos líneas blancas en la mesita de centro. Empezó a sentir un hormigueo en el borde de los labios y un extraño adormecimiento en manos y pies. Estaba como en otro mundo, uno gaseoso donde percibía lo que la rodeaba como envuelto en una especie de bruma. Su voluntad se le escapaba, y ese eco tan molesto: los sonidos rebotaban contra sus oídos de forma dolorosa. Sintió miedo, su instinto de supervivencia la hizo levantarse e intentar salir de ahí, pero antes de que pudiera alcanzar la puerta, Miguel la tomó de la muñeca, la atrajo hacía él, la besó y empezó a recorrer su espalda con la mano libre, mientras le susurraba al oído que se uniera a la fiesta, que Sergio y Ana los esperaban en la habitación y que se lo pasarían en grande.

        Marta logró zafarse de su abrazo y escapar de allí. Dando tumbos llegó hasta su habitación y se encerró en ella. Todo le daba vueltas. Se tumbó en la cama y no despertó hasta el día siguiente, cuando el policía tocó a su puerta.

        —¿No recuerda nada más, señorita Carbonell?

        La voz del inspector la hizo regresar al presente justo a tiempo para ver como dos hombres uniformados y bastante fornidos sacaban hacia el corredor una bolsa negra, alargada, cerrada con una cremallera.

Photo by Sharath G. on Pexels.com
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