El nuevo opio de los pueblos

Sábado en la noche. Todos los restaurantes y terrazas de la ciudad están a reventar, una pareja los recorre uno a uno buscando una mesa libre sin éxito. En realidad, la suya era una misión destinada al fracaso, porque mesas, sillas y rincones se habían agotado antes de la salida del sol, habían quedado vedados por rótulos que en una sola palabra –“reservado”- los hacían inalcanzables. A pesar de eso y contra todo pronóstico logran encontrar dos sillas y una mesa pequeña, seguramente las últimas no solo de su ciudad, sino de, al menos, media Europa.

El ruido ambiente supera con creces el mejor efecto Dolby Digital Audio, tanto por los decibeles, como por el carácter envolvente de una especie de reverbero constante que no hace más que rebotar contra sus cabezas machacándolas, sumiéndolas en un eco infinito.

Un ejército de jóvenes menudas, vestidas y calzadas de riguroso negro con una sonrisa adherida a la cara circula por el local sin detenerse. ¿Cuántos kilómetros recorrerán esa noche?, seguramente muchos más que algunos de los futbolistas que se enfrentan en un partido de final de temporada, que se repite como el reflejo de una misma imagen en los espejos trucados de una feria de verano, al aparecer al mismo tiempo en la media docena de televisores suspendidos en las alturas, para que puedan ser vistos por los clientes que esa noche se agolpan en el local, incluso por aquellos que ocupan los rincones de pie con una botella en la mano.

Cuando comienza el encuentro los platos a medio vaciar descansan ignorados frente a distraídos comensales con miradas vidriosas y sonrisas torpes, que parecen haber perdido la sincronía entre el pensamiento y la palabra, emitiendo frases retrasadas con respecto al momento cuando se expresan, como si llegaran tarde. A su alrededor se apilan hileras de botellas vacías.

Se despliega sobre el escenario un espectáculo de luces, bailarines, confeti, música y una cantante entusiasta que hace las delicias de un público totalmente entregado a ambos lados de las pantallas; los más afortunados disfrutan la performance de forma presencial. No se escatiman detalles para enaltecer una noche de primavera consagrada al ritual deportivo.

Tras el pitazo inicial las cabezas giran a la vez, los suspiros acuden como tomados de la mano y rompen el silencio del establecimiento o, más bien, del mundo entero, porque a lo largo y ancho del globo se repiten los mismos gestos, las mismas celebraciones, los mismos lamentos. Los corazones laten y se detienen en total coincidencia. Gritos, más gritos, aplausos, lágrimas, saltos, cosas que vuelan por los aires, en fin, la final de la Liga de Campeones.

Si fuera una extraterrestre con intenciones de invadir la Tierra -espero que los alienígenas no se enteren de estas debilidades humanas-, elegiría, sin dudarlo, uno de estos momentos mágicos en los que nos dedicamos a hacer todos lo mismo a la vez, de forma apasionada, cuando colgamos nuestras miserias por un ratito y nos entregamos al disfrute de un evento deportivo, artístico y hasta científico, en pocas pero interesantes ocasiones. Tomarían el planeta antes de que nos diéramos cuenta.

Marx decía que la religión es el opio de los pueblos, pero creo que los tiempos han cambiado. Hoy por hoy, y gracias a la extraordinaria capacidad del ser humano de alcanzar el mundo entero en un santiamén y meterlo en cualquier bolsillo donde quepa un dispositivo activado por IOS o Android, nos unimos en eventos que trascienden cualquier credo o circunstancia social, acontecimientos que constituyen el nuevo narcótico de la aldea global.

Durante poco más de hora y media la humanidad hizo a un lado sus miserias, sus fallos y sus errores y se emocionó hasta las lágrimas en un evento deportivo que aún hoy dibuja sonrisas en las caras de los fanáticos del equipo ganador, aunque en menor medida; esos momentos mágicos son más acotados y casi sublimes.

La guerra de Ucrania siguió el sábado por la noche, mientras se desarrollaba el partido de fútbol, pero es posible que los participantes voluntarios o no en este despliegue de salvajismo hayan podido abstraerse de la misma y aunque fuera por algo más de hora y media hayan olvidado su situación, su drama, como ocurrió durante Eurovisión. De igual forma, las atrocidades y canalladas se siguieron cometiendo urbi et orbi durante el referido lapso de tiempo, aunque fueran opacadas por los gritos de los espectadores. La realidad nunca se deja derrotar del todo, apenas retrocede, es como si saliera a dar un paseo, a estirar las piernas.

Sin embargo, al culminar el encuentro los dramas y las miserias humanas retoman con fuerza la escena, asaltan a un público confundido y desorientado acorralándolo por las calles de una ciudad tomada por bandas de delincuentes. La violencia se hace dueña de la situación.

Estamos ávidos de olvidar nuestras miserias, pero al terminar la distracción estas retoman la realidad con más fuerza, nos golpean en un mundo cada vez más distópico.

6 Comments

  1. Buenos días, a pesar que me gusta el futbol y lo jugue por muchos años en la posición de portero, no le encuentro la logica a como los fanaticos, porqu eso son, para lizan todo para ver un partido y pero aun, la violencia que se genera, le dan mas importancia a un partido que a otroas cosas de a mi manera de ver tienen mas prioriodad. Saludos !

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  2. Brillante entrada!! No obstante; el hedor de nuestras miserias, nos seguirán acompañando -a pesar de creer que un evento deportivo como la final de la Champions distrajo a la conciencia colectiva- y lo expreso así por la aberrante situación de la guerra en Ucrania; por los mil millones de desplazados; la hambruna globalizada; las miles de mujeres que son objeto de «violencia de genero»,….el ser humano llegará a su aniquilación por si mismo. Te felicito por tu clara, realista y concreta narrativa. Un cálido saludo.

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