La primera vez que pisé la arena sentí que caminaba sobre las nubes. Era suave y blanca como el algodón. Hacía cosquillas y escondía las cosas: me escondió las cholas dos veces. Y no había una sola arena, eran dos: una blanca y la otra, la que estaba a la orilla del mar, tenía un color gris. Era dura, más oscura y estaba fría.
La miraba distraída y entonces vino una ola sin avisar, me empujó y me mojó hasta las rodillas. Estaba muy fría y hacía burbujitas pegadas a mi piel. Primero me asusté, pero después me dio mucha risa.
Esa ola de mar me trajo un barquito. Era una concha de coco partida por la mitad. Yo la recogí, la sequé bien y metí en ella unas conchitas de colores que había encontrado en la orilla. Después entré al agua y puse a flotar mi barquito, pero de pronto llegó una ola grande y se lo llevó. No lo volví a ver.
Pasó un señor con una cava de anime en la cabeza. Gritaba que vendía chupi-chupi de uva y de colita y helado de chocolate, de mantecado y de coco. El señor se fue hasta el final de la playa, allá lejos, y dejó sus huellas detrás él.
Yo también quería hacer un camino de huellas y caminé hasta el final de la playa, donde estaban las piedras del malecón a las que no me podía subir, porque no tenía permiso, pero cuando me volteé a verlas ya no estaban. El mar –el que se roba los barquitos de concha de coco- se las había llevado. Pero, ¿por qué las huellas del heladero seguían ahí? No lo podía entender y, entonces, probé de nuevo.
Regresé a mi toalla, pero esta vez caminé más lejos de las olas, porque había unos muchachos grandes jugando en la orilla. Al llegar junto a mi mamá le conté del heladero y de los muchachos que jugaban pelota y cuando me volteé a señalarle dónde estaban –aunque los niños no señalan porque eso es muy feo, pero en ese momento era necesario- encontré mis huellas. Ellas me habían seguido, fueron todo el tiempo detrás de mí y esta vez el mar no se las robó.
Estuvimos todo el día en la playa, hasta comimos allá. En la tarde hice un castillo de arena. Me quedó medio choreto, pero tenía una banderita hecha con un palito de helado y una hoja de uva de playa. El mar, que había subido, también se lo llevó ¡Cómo le gusta al mar llevarse cosas!
Poco después nos fuimos. Me ardían los hombros y la nariz, pero mi mamá me puso una crema blanca como la arena y las nubes, fría como el agua del mar, y ya no me ardieron más. Ese día fui muy feliz.
¡Qué maravilla Irene! Este relato es fresco, suave y huele a mar. Me he identificado mucho con tus palabras. Que recuerdos tan bonitos. Un fuerte abrazo.
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Precioso en su conjunto, precioso en esas primeras frases que ya son un cuento en sí.
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Gracias, Joiel, celebro que te haya gustado. Abrazos 🤗
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Añoranmzas de una infancia; entre sorprendida abrigando los ¿por qué? y feliz. Un cálido saludo,
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Gracias por pasar y comentar. Un abrazo de vuelta.
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