La tejedora de recuerdos

Moira era coleccionista, pero no de estampillas, ni tampoco de monedas, ella reunía épocas y vivencias: Moira coleccionaba recuerdos.

Su afición comenzó una tarde, cuando se topó con uno en medio de una conversación. Confundida por el hecho de haber perdido tan entrañable experiencia, se dedicó a reunir todos sus recuerdos. Cuando empezó su misión fue como si activara una máquina; ya no pudo detenerse. Al concentrarse en su pasado estos empezaron a surgir de los lugares más insospechados. Los encontraba adheridos a la lámpara que había comprado con su pareja en una subasta años atrás y que hoy decoraba la entrada de su casa, o bien en algún escalón, cuando notaba los desperfectos en los dibujos de los mosaicos que ella misma había pintado para decorar la escalera nueva. Siguieron apareciendo enredados en las sábanas de su cama, en los gabinetes de la cocina, escondidos en algún zapato viejo, en un bolso que no usaba desde hace tiempo o en la biblioteca, ¡cuántos encontró allí, ocultos entre las páginas de sus libros!

Para no perderlos de nuevo los fue guardando en cajas, pero le parecía triste encerrarlos, pues así nadie los vería y tendrían el mismo destino que antes de recolectarlos o, peor aún, y es que cuando eran libres la visitaban y alegraban su vida por un rato, antes de volver al lugar donde duermen los recuerdos.

Se le ocurrió entonces hacer un hilo con ellos. Puso una rueca en el patio y en su huso los fue ensartando uno a uno con mucho cuidado para no romperlos en el proceso. Los hiló y con ellos urdió una hebra tan larga que abarcaba decenas de días, que se hicieron meses y luego años. Pasó mucho tiempo devanando el hilo y con él formó un ovillo grande, de todos los colores del universo. Por momentos era azul, reflejo de momentos apacibles, luego tornaba al amarillo de alegrías y celebraciones. El verde teñía sus recuerdos de juventud, cuando quería verlo todo, serlo todo y volar como las aves, cuando transitaba la vida llena de esperanza. Las hebras blancas evocaban instantes puros, las negras anclaban sus memorias a aquellos momentos tristes, definitivos e irrefutables que le habían templado el carácter. Las penas no podían faltar en este almacén de vivencias, así son los recuerdos, de todos los tenores.

Al principio acumuló solo sus recuerdos, pero al estar entretejidos en las memorias de otros, terminaron entrelazados a los de ellos y entonces tomó consciencia de sí misma mirándose desde una perspectiva ajena, vio su reflejo en los recuerdos de los demás y se conoció de nuevo. La madeja se hizo grande, enorme y pesada y no paraba de crecer. Manejar un ovillo de esas dimensiones era complicado y los recuerdos que habían quedado en su centro, sepultados por los más recientes, se iban disipando. Decidió tejer una manta con ellos, convertir ese hilo infinito y mágico como el de Ariadna en una guía para transitar el laberinto de su vida sin perderse.

Instaló un telar al lado de la rueca y trabajó sin descanso hasta que el hilo se agotó, más no así su ilusión. La manta era maravillosa, suave y áspera a la vez, delicada y rústica inocente y malvada, todo un compendio de vivencias, una crónica de vida. Necesitaba seguir y entonces fue recogiendo los recuerdos de su entorno. Amplió su radio de acción y como una gota de agua que cae a un lago, las ondas concéntricas de su crónica de recuerdos alcanzaron las memorias del mundo entero.

Cansada pero feliz, generosa y con ansias de compartir el bien preservado, intangible y valioso, invitó a quienes la visitaban a cobijarse y dejarse llevar en alas de tiempos remotos, felices y tristes que les permitían disolver la falsa creencia de que todo tiempo pasado fue mejor, porque somos tristezas y alegrías a partes iguales. De ellas estamos hechos.

Embelesada y feliz se arropó en la crónica de su vida y de las vidas de todos, tejida con la urdimbre del recuerdo, y se sintió plena. Había culminado su labor de vida, al preservar los hechos de su pasado nadie podría negar que este existió, no podrían torcer el relato de la época que vivió. Se adentró en el mundo onírico de la mano de Orfeo. Con él recorrió los pliegues de sus vivencias, los acarició satisfecha porque había preservado para el futuro los lugares de su infancia como eran antes, inmortalizándolos, y estuvo segura entonces de que no lo había soñado, de que ese lugar mágico en verdad existió. Él la urgió a salir, ella no quiso hacerlo. El mundo no tenía nada que ofrecerle, nada que superara ese refugio perfecto.

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