La distopía es lo opuesto a la utopía, mientras la última es una representación imaginaria de una sociedad futura ideal que favorece el bien del hombre, la primera comporta una serie de rasgos negativos que desembocan en la alienación humana. Yo añadiría una diferencia más: la utopía nunca existirá más allá de nuestros sueños y deseos. Esa isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfectos, descrita por Tomás Moro en 1516 en su novela homónima, no se concretará. Su etimología lo reafirma, esta palabra proviene del griego y significa “no lugar”, es decir, hace referencia a un lugar que no existe. Las distopías, por el contrario, sí pueden concretarse, nos acechan agazapadas en las sombras de las consecuencias previsibles del actuar del ser humano.
La película de 1973 “Cuando el destino nos alcance”, ambientada en Nueva York, narra una distopía en la cual la industrialización, la sobrepoblación, la contaminación y el calentamiento global producen el hacinamiento y la insuficiencia de alimentos, a la que sus líderes le dan una solución aberrante. No suena tan descabellado considerando el estrés al que está sometido el planeta y los delirios de dominación de ciertas clases políticas. Por ahora estamos a salvo de esa realidad alterna: en Nueva York no viven 40 millones de personas y su población no alcanzará esa cifra para el año que propone la cinta, 2022, pero las condiciones para que este destino efectivamente nos alcance están presentes.
Los escritores han desarrollado distopías brillantes, una buena argumentación es capaz de convencer al lector de que la historia no solo es cierta, sino que además es inminente y puede saltar del papel a la realidad, pero, ¿es esto posible? Veamos. El escritor libera en el folio en blanco lo que lleva dentro, vuelca en sus historias sus miedos, sospechas, incertidumbres y deseos. Sus experiencias lo definen y la realidad cotidiana invade su mente, se cuela hasta su corazón y desde allí a sus escritos.
Cuando un escritor convive en un contexto definido por los discursos enloquecidos de un tirano tropical resentido y sediento de poder se le activan las alarmas y en su imaginación se empieza a gestar la distopía. Las carencias y el sufrimiento de los habitantes del país más hermoso del mundo -los cuales de por sí configuran una distopía aparte- acrecientan su sensibilidad. La corrupción rampante, la disminución de los ingresos del estado, el colapso del sistema de salud, la escasez de los medicamentos más básicos, como los antibióticos, las soluciones de yodo usadas para desinfectar heridas o los inmunosupresores y las trampas de las compañías aseguradoras que garantizan el acceso a sumas astronómicas para atender trastornos de salud que no se materializan en la práctica, crean el escenario de la novela.
Las fuerzas del orden, entregadas a los delirios de sus amos, que atacan con armas largas y gases tóxicos tanto a estudiantes desarmados que protestan en un intento de tener un futuro al que llegar, como a médicos que salen a las calles a defender el derecho de sus pacientes al acceso a la salud define la intensidad de la trama.
La inseguridad jurídica, la ley que no protege al oprimido sino al opresor, donde el acatamiento obligado de cualquier idea febril del tirano se refuerza con sanciones o atropellos ejemplarizantes, una hiperinflación rampante, atípica más no distópica sino muy real, que ha cabalgado indómita por más de un lustro y contando, le dan al escritor el contexto de su novela.
En las distopías cada personaje representa un valor o antivalor, son ángeles del bien o del mal enfrentados, son las herramientas de las que echa mano el escritor para plantear los diferentes elementos que componen un drama hipotético. Dependiendo de cuántas aristas se presenten en estas obras orientadas a la denuncia social, habrá más o menos personajes y en cada una de ellas aparecerá la dualidad del bien y el mal, las dos caras de la moneda introducidas a través de una hipótesis filosófica, el famoso ¿qué pasaría si…?
Es aquí donde cobra mayor importancia el papel del lector, encargado de interpretar el mensaje contado a través de las vivencias de los personajes que participan en la historia. Lo hará desde su experiencia, filtrándolo con el tamiz de su propio bagaje cultural. Así, si no hay conocimiento cultural, la comprensión del mundo que deja el relato no se completa. El escritor puede darle pistas si no le resulta demasiado doloroso, si no teme que al nombrar el escenario que inspiró su novela invoque la materialización de los miedos que lo llevaron a escribir esa obra y no otra. Razón tenía Vargas Llosa cuando dijo que “Un escritor no escoge sus temas, son los temas quienes lo escogen” y también al afirmar: “El por qué escribe un novelista está visceralmente mezclado con el sobre qué escribe: los demonios de su vida son los temas de su obra”.
En su segundo mandato y en medio de una de sus histriónicas presentaciones, el difunto Hugo Chávez expuso que la eutanasia era una deuda pendiente con el pueblo de Venezuela. En ese momento y en medio de tantas crisis –salud, educación, seguridad, economía- el concepto estaba tan fuera de lugar que nadie le prestó demasiada atención, pero su heredero resucitó el tema en algún momento de su primer período, en el año 2015 aproximadamente, y a mi repertorio de temores se sumó uno más, que esta vez si fueran en serio y a por todas. Seis años después están a un paso de lograrlo.
Empecé a investigar sobre la aprobación de la ley de eutanasia en el mundo en busca de una especie de manual de procedimientos, con la idea de estar atenta a las señales que anticiparan el inicio de la introducción de la ley en mi país. Encontré procesos ordenados, iniciativas que partían de sociedades casi utópicas en comparación con la nuestra, donde los controles y la ley son apenas un recuerdo, y al contrastarlas con la realidad venezolana me di cuenta de que ese manual no era aplicable en nuestro caso, pero también me topé con el famoso informe Remmelink, que expone desviaciones tales como el acceso a la eutanasia para menores y adultos sanos con cuadros depresivos. La historia se encargará de evaluar los aciertos y desaciertos en la aplicación de la eutanasia y ella no acepta presiones, a nosotros nos toca esperar.
La máscara del verdugo, https://www.instagram.com/explore/tags/lam%C3%A1scaradelverdugo/ mi última novela, fue escrita en Venezuela y está empapada de su realidad. En el 2019 metí mi vida en una maleta, la novela en un pendrive y emigré a España, huyendo de la materialización de los peores presagios que amenazaban al país desde principios de siglo. Europa Ediciones creyó en mi proyecto y lo publicó https://www.europabookstore.es/productos/la-mascara-del-verdugo-irene-de-santos/ . Ha sido catalogada en diferentes géneros, como distopía, filosofía, religión, futurista, fantástica y ficción. Esperemos que no sea clasificada en la categoría de drama.
La distopía puede llegar a ser una premonición que el escritor espera que nunca se convierta en realidad. La de Venezuela está tocando las puertas.
“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma” Julio Cortázar.

AN de Maduro recibió proyecto de ley de eutanasia para incorporar a la agenda legislativa
Para más referencias consultar:
https://panampost.com/panam-staff/2017/01/10/oscuro-curriculum-ministra-salud/
https://larazon.net/2016/08/ivss-raciona-medicamentos-y-baja-las-dosis-a-pacientes-cronicos/
¡Excelente articulo Irene! 👏👏❤❤ Saludos.
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Gracias, Filipa, celebro que te gustara. Un abrazo.
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Tengo que volver leer tu interesante artículo.. Tengo la impresión de que estamos viviendo una distopía global. vivimos una tiempo lleno de desorientación e incertidumbre. Es lo que yo siento. Me parece muy triste de desosegante.
Buena tarde.
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Gracias por tus palabras, si llamé tu atención no perdí el tiempo al escribirlo.
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Cada vez más, el mundo es un fiel reflejo de 1984.
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Así es, y el destino nos va a alcanzar. Mientras, escribamos. Saludos, Joiel, gracias por leer y comentar.
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