
Rosalía y el sol se levantan juntos. Como tomados de la mano empiezan la faena diaria. Él rompe el alba, ella, con su metro y medio, la piel muy blanca, la nariz llena de pecas y el talle delgado como una margarita silvestre corre descalza a liberar a las cabras del corral para que salgan a retozar en el prado verde, repleto de primavera. Corre con ellas, le gusta sentir en los pies la humedad de la hierba empapada de rocío, goza esa conexión con el único mundo que conoce.
Regresa al establo que hizo su abuelo, ¿o sería su bisabuelo?, en una fecha tan remota que ha escapado a los recuerdos. Recoge huevos mientras habla con gallos y gallinas. Esparce maíz. No se demora, corre a los otros corrales del pueblo a repetir la labor. Y es veloz, Rosalía, a pesar de ser una mujer atrapada en un cuerpo de niña, o quizás sea precisamente por eso, porque es una niña eterna. Más de una vez ha pensado en reunir a todos los animales en un solo corral para facilitar su trabajo, pero descarta la idea: podrían preocuparse sus dueños al no verlos cuando regresen.
Cuando vuelve a su casa encuentra un corro de seres peludos en la puerta. Los perros tienen collar y la saludan con la pata levantada, los gatos ronronean mientras se restriegan contra sus piernas. Los alimenta. Son educados, devoran sus raciones de comida y cariño a partes iguales. Así de generosa es Rosalía, siempre pendiente de todo y de todos.
Después se entrega a su pasión: el cuidado de las plantas y flores que tan primorosamente adornan cada rincón del pueblo. Arranca la maleza, riega, trasplanta, reubica macetas y barre. Mantiene impecable ese puntito en el mapa, a la espera de un reencuentro que no llega.
En la tarde se pone los zapatos para visitar a sus vecinos. “Es de mala educación ir descalza a una casa ajena”, recuerda que le dice su madre. Ella y su padre se fueron en unas furgonetas grandes, amarillas. A ella no le gustaban; sus luces rojas y sus aullidos espantaban a los animales.
Antes de salir pasa por su jardín encantado donde guarda un tesoro: rosas de todos los colores conocidos y de algunos nuevos, quizás, producto de sus cruces e injertos. Habla con ellas, las trata con amor y con delicadeza completa una cesta de flores para las buenas almas que la conocen desde que nació.
Ansiosa y calzada recorre las calles de San Roque de los pinos, su pueblo callado, de calles con piel de adoquín, casas altas y fachadas de piedra que le dan un aire medieval, roto tan solo por las cascadas multicolores que penden de los balcones. Geranios rojos, abrazados como novios, impregnan el aire con esencias de amor, recodos de ensueño con bancos donde sentarse a disfrutar del sol de la mañana, ese que calienta la piel y entibia el alma.
Atraviesa la plaza central, flanqueada al este y al oeste por dos edificios que rigen la existencia divina y la terrenal de los habitantes del pueblo. Las campanas del primero no doblan desde hace tiempo.
Cruza las vías de un tren sin destino saltando sobre un solo pie. Usa los durmientes como las casillas de una rayuela imaginaria.
Llega a la cita con sus vecinos, se sumerge con ellos en charlas, íntimas o triviales, según su estado de ánimo. Les cuenta sus cosas, comparte sus sueños, planes e ilusiones. Son buenos oyentes; no la interrumpen nunca. Se despide con una flor y la promesa de volver pronto, antes de ir a ver al siguiente.
Se acerca al final de su itinerario de visitas vespertinas cuando un hombre con la espalda doblada por el peso de los años la aborda con la dulzura de un susurro.
-Rosalía, mi niña, vamos, es hora de cerrar. Uno de estos días me voy a olvidar de ti y te vas a pasar la noche aquí, encerrada con los difuntos.
-Calle, don Benito, que le pueden oír y se molestan. Solo deme un momento para despedirme de ellos, para darles las buenas noches y prometerles que mañana regresaré a hacerles compañía otro ratito.
-Creo que ya lo saben, niña, además, ¿hay algo que aún no les hayas dicho? Vamos, que se hace tarde y estoy cansado.
-Solo un momento, don Benito, se lo prometo, quiero despedirme de estos dos de aquí.
-Ah, sí, ellos fueron los últimos en llegar. Está bien, Rosalía, como quieras. Te espero en la entrada -comentó don Benito antes de emprender el camino de regreso. Ella cumplió su palabra y apenas se entretuvo en esta última visita. Los dos últimos estaban juntos, podía hablar con ambos a la vez.
-Adiós mamá, adiós, papá. Todo bien por casa. Vuelvan pronto, los espero.
Después de despedirse de sus padres, Rosalía se reunió con don Benito en la entrada del cementerio. A él también le regaló una rosa.

Me he enamorado de la dulce Rosalía! Que relato tan hermoso Irene! Gracias y saludos.
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Filipa, gracias, valoro mucho tus palabras. Un abrazo.
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¡Gracias a ti Irene! 😊 Tu escrita es maravillosa. Un fuerte abrazo. 💚
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Bello, armonioso, cálido.
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Gracias, Joiel, celebro que te gustara.
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